Pep•o•ni

El viaje empieza en su habitación. Fuera caen los copos de nieve con tal asiduidad como si fuera el monzón. Mientras los mira a través de la ventana, su mente viaja miles de kilómetros a un paraíso desierto, donde todo es marrón y amarillo, fruto del sol y la sequía. Un desierto inmenso donde el viento lleva arena y ritmo de tambores. Si se escucha con atención, pueden oírse las voces que acompañan la melodía y nos transportan a un círculo de alegría y color donde el cuerpo se convierte en conductor de energía y en el único medio para expresar lo que se siente en el alma.
Todos los elementos son importantes y no se deja ninguno fuera de este ritual de vida. Los pies descalzos en contacto con la tierra seca y los reflejos del sol iluminando las gotas de sudor que resbalan por la frente y los brazos. El cuerpo se libera y la música penetra por los poros de la piel. Durante unos instantes, los problemas se evaporan como el agua de un charco en un día seco y la alegría de estar vivo vuelve a los orígenes.
Cuando tiene un momento para sí mismo, se concentra en la soledad de su apartamento, con las ventanas abiertas de par en par si ha salido un día soleado, cierra los ojos y pone todo su empeño en transformar los ruidos de los motores en manos que golpean un tambor; en sustituir los pitidos por el sonido de las flautas al son de la brisa; en creer que los gritos enervados de los pasantes son voces que se alzan al cielo en un grito que canta por la vida. Se deja embadurnar por el calor tímido que desprende el astro rey en esta ciudad de gris y piedra, para que la sensación que acaricia sus mejillas se propague por todo su cuerpo, como el sentimiento que le provoca África cuando la ve bailar. Entonces se le sube el amor al pecho y su mente se llena de recuerdos; de las gentes y las sonrisas extasiadas, llenas de dientes como perlas, llenas de vida y de alegría; de los olores de las recetas que se calientan a fuego lento; del polvo que adorna las calles. Recuerda cómo se rinde a la música y al ritmo, y cómo se mueven las caderas. Entonces sólo queda el palpitar de la tierra, la energía del ser que la habita y el reflejo del alma, feliz de vivir.
Guarda en la memoria cada detalle, ya que el corazón se le olvidó en su hogar.


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