¿Por qué bailo?

Por lo general, soy alguien a quien le importa un comino lo que piensen aquellas personas que no me interesan, pero a veces yo misma traiciono mis principios y me acomplejo. Dicho esto y antes que nada, debería hacer hincapié en el hecho de que en mis años mozos (la época en la que empiezas a salir de discotecas, tus padres te llevan a las verbenas…) era un auténtico pato para el baile. No solo era completamente incapaz de hacer un movimiento coordinado, sino que además me consumía una vergüenza total cuando tenía que bailar. Era consciente de mis limitaciones y, exceptuando las veces en que bailaba haciendo el ridículo a posta, por nada del mundo habría sucumbido al “dejarme llevar”. Recuerdo a mi tía –una fiestera de las buenas– intentar inculcarme la falta de vergüenza, con Azúcar Moreno y su Solo se vive una vez a todo volumen, bailándome como una loca para que viera lo divertido que era. Incluso estuve apuntada a clases de baile en el instituto, y no tenía mayores problemas cuando había una coreografía marcada (bueno, me faltaba toda la gracia del mundo –que es el quit de la cuestión en esto de bailar–, pero era pasable). Eso sí, también recuerdo la primera vez que la salsa se puso en mi camino (o más bien yo en el suyo, porque la destrocé). Me pregunté por qué la profesora había querido salirse del “danza jazz” (esa mezcla de todo y nada a la que estaba apuntada) y enseñarnos a movernos con la salsa. HORROR. Eso sí fue darme de bruces contra la realidad: mis caderas, y mi cuerpo, y mi coordinación eran un bloque de hormigón. Con la poca dignidad que me quedaba, crucé ese baile for ever and ever, y me dije que nunca más. A pesar de todo, años después y a fuerza de salir a bares, discotecas y verbenas y de tener unas amigas muy bailonas, empecé a soltarme. Hasta que una noche, un conocido se rio en mi cara y sin ningún miramiento de esos movimientos que tantos años me había llevado aprender a “liberar”.

Y vuelta a empezar.

Por suerte, al año siguiente empecé la universidad y con los amigos más desvergonzados que he conocido, y a los que debo no solo mi falta de vergüenza sino mi amor por todo aquello que es visto con pudor, me tocó soltarme o morir en el intento. Sí, “bailar” todavía significaba para mí hacer movimientos discretos al ritmo de la música y, de vez en cuando, ir un poco más allá. Y aunque seguía temiendo que la gente me mirara, descubrí hasta qué punto me divertía bailando. Todos esos años de miedo escénico me habían servido para… ah, sí, para nada. Y como para todo en esta vida, los que no tienen talento aprenden practicando. Si bien no destacaba para bien en la pista de baile, tampoco lo hacía para mal. Me divertía, me camuflaba entre los jóvenes que se lo pasaban bien y había adoptado la filosofía zen de “a mí, plín”.

Cuando me mudé a esta ciudad, y en mi desesperación por hacer amigos, acudí a unas clases gratis que proponía mi residencia: oh, oh, eran de salsa… Imaginad hasta qué punto necesitaba el contacto con humanos… Y allí, en esa clase de 10 personas de todas las nacionalidades, estaba yo, sintiéndome entre los más avanzados de la clase porque, ¡sorpresa!, los nombres de los pasos de salsa son en español. A pesar de la presión  que te aplasta al escuchar la frase “ah, pero si eres española tú ya sabes bailar salsa” (¡vivan los prejuicios y estereotipos! Sobre todo si son sin fundamento…), reconozco que no me fue tan mal. No sé si fueron aquellos franceses, que coordinaban peor que yo (pero que se lo tenían creidillo y parecía que estaban viviendo Dirty Dancing… La mezcla de esta contradicción daba un resultado bastante pintoresco), el hecho de tener una “ventaja” por entender y saber pronunciar el nombre de cada paso, o que la profe era paciente hasta límites insospechados y un sol… pero ese todo me subió la moral y, como no pedía que moviéramos en exceso las caderas, descubrí que no era algo tan odioso como yo recordaba. Además, estaba fuera de casa y escuchar música jovial en español me ponía de buen humor.

Ahora hace casi dos años y medio desde ese segundo primer contacto, y hace uno y medio que cada semana voy a pasármelo bien, a olvidar por un rato los problemas y el estrés, a reírme y, de paso, a aprender algo nuevo. Y hace unos meses que alguien me enseñó un vídeo (sí, el que está más abajo). Se me pusieron los pelos de punta, porque es lo que yo siento. Bailar me libera, hace que me sienta alegre, me hace sonreír, me divierte, hace que no piense en los problemas, tiene el poder de calmarme (solo espiritualmente, porque físicamente me da un subidón). Además, desde que bailo salsa me siento más segura de mí misma, me gusta mi cuerpo, me siento guapa y me gusto (sí, esta frase me ha quedado de anuncio de compresas total, pero así son las cosas…). En absoluto destaco, y aunque me pese como una losa sigo acarreando algo de esa vergüenza ancestral, pero me lo paso tan bien… Después de tanto tiempo y tantos complejos (y tantos prejuicios contra algunas músicas latinas), hay pocas cosas que me alegren tanto como bailar. Lo que sea (aunque lo que más me mola son los ritmos africanos y últimamente he descubierto el coupé-décalé, ¡increíble!), donde sea, en pareja, sola… Me lo paso pipa. 

Es la mejor terapia contra los problemas, contra los complejos, y la mejor para fomentar las ganas de pasárselo bien. Si es que, ya lo decían las Azúcar Moreno: ¡quítate la represión, qué caramba! Solo se vive una veeeez… Güan, chu, zri.

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