El taxista juró que se vengaría

Terminó de un trago la copa de whisky sin hielo. Era la tercera aquella noche. Se limpió los lagrimones mientras miraba la foto encima de la mesa del salón. Estaba tomada en el castillo de Loarre, como recuerdo de sus primeras vacaciones. Habían pasado juntos 4 años, pero ni todos los esfuerzos que pusieron, ni todas las dichas que vivieron bastaron para salvar a la relación de los complejos que Mariano arrastraba desde la niñez.
—Fue hace más de 20 años, Mariano —le repetía a menudo César, exasperado—. Tienes que aprender a dejarlo pasar. ¿Acaso crees que mi adolescencia fue más fácil? Pero no puedes permitir que eso defina quién eres hoy.
Habían tenido cientos de discusiones como esa. Hasta que César se fue, cargado de pena e impotencia, porque no podía más, dijo.
—No puedo vivir con alguien que se avergüenza de estar conmigo, Mariano.
—¡Nunca me avergonzaría de ti! —replicó éste, con la voz ronca y el miedo a perderlo atascado en la garganta —. Sólo necesito algo de tiempo, ya sabes... No es fácil...
—¡Claro que no es fácil! ¡Pero ya han pasado más de 4 años y tu familia aún no sabe quién soy! No puedo seguir en una relación que no lleva a ninguna parte, lo siento.
César tenía razón, habían pasado muchos años desde todo aquel infierno. Y, sin embargo, no podía huir de él porque se había instalado en sus entrañas: la vergüenza de quién era le dolía como si hubiera recibido ayer mismo una paliza a la salida de la escuela, la desconfianza innata porque una vez su mejor amigo lo traicionó, el miedo a establecer relaciones profundas y ser rechazado cuando dijera la verdad sobre su sexualidad... Todo fruto de la maldad de Jaime, que no lo dejó respirar tranquilo ni un segundo mientras compartieron clase. Jaime, quien le hizo creer que era su culpa si le pegaban; quien fue el responsable de que el cura del barrio le dedicara más de un sermón los domingos; quien colgó fotos suyas por todo el barrio besando a aquel camarero... Jaime, que ahora veía prosperar su vida con un trabajo estable y una mujer embarazada. La ira le subió desde los dedos y se le instaló en el pecho, calentándolo con la intensidad de un incendio. Tiró el vaso contra la pared y pegó un grito que retumbó en el patio del edificio. Juró que se vengaría.

—Disculpe, ¿está libre? Necesito ir a Plaza España.
—Lo siento, señora, no estoy de servicio —encendió la luz roja para que no le molestara nadie más.
Por supuesto que estaba de servicio, pero había pasado meses esperando esta oportunidad. Había aparcado el taxi frente al edificio donde trabajaba Jaime. No debía tardar en salir: él y su mujer tenían cita esta tarde para una ecografía. Claro que cabía la posibilidad de que Jaime tomara el metro, pero si tenía algo de suerte éste se demoraría y necesitaría coger un taxi para llegar a tiempo al hospital. Así había pasado los últimos meses: espiando y rondándolo, esperando una oportunidad para que Jaime solicitara el taxi que él conducía. Esperando para cambiar definitivamente su vida, como Jaime había hecho con la suya años atrás.
Ahí estaba, con el pelo engominado y un traje nuevo. Parecía apresurado y cuando vio el taxi parado en frente se le iluminó la cara.
—Perdone, ¿podría llevarme al clínico? —preguntó sin reconocer al chófer.
—Claro.
—Tengo un poco de prisa. Debo estar allí en menos de 20 minutos —dijo entrando en la parte trasera —. ¿Cree que le dará tiempo?
—No se preocupe, conozco un atajo —sonrió Mariano mirándolo por el retrovisor.
Arrancó intentando que no le temblaran las manos de emoción y nervios.
—Me recuerda usted a alguien —comentó Jaime, que parecía satisfecho con la respuesta que le dio el taxista—. ¿Nos hemos visto antes?
—¿De qué conocería usted, un ejecutivo de punta en blanco, a un pobre taxista como yo? —rio a carcajadas Mariano.
—Sí... tal vez haya cogido su taxi antes... —comentó Jaime con aire concentrado mientras estudiaba el rostro del conductor.
—Oh, no, no. Le aseguro que esta es la primera vez. Si usted hubiera cogido mi taxi antes no estaría hoy aquí, Jaime —respondió Mariano, que aún parecía divertido por la situación.
—Ya... Oiga, ¿está seguro de que esto es un atajo? ¿No estamos desviándonos? Para llegar al clínico no es necesario atravesar el río y... —de repente, pareció darse cuenta de algo —. ¿Cómo me ha llamado? ¿Quién es ust...?
—Venga ya, Jaime, toda la vida haciéndome la existencia insoportable y ¿no te acuerdas de mí? —Mariano esbozó una sonrisa torcida y la venganza se leía en sus ojos—. He estado pensando... ¿no te parece injusto que alguien tan cretino como tú sea padre, y alguien que nunca hizo mal a nadie, como yo, vea su vida arruinada por cretinos? Estarás de acuerdo conmigo en que el mundo que quieres dejar a tu hija sea mejor que eso...
—Abre la puerta, Mariano. ¡Abre! ¡¡Déjame bajar!! Te juro que... —pero no llegó a terminar la frase, pues el susto le cortó la voz. Mariano había dado un volantazo y el coche cayó al vacío, para aterrizar en las oscuras aguas del Ebro.

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