Catacumbas

Era una calle estrecha. La luz amarillenta de la farola tintineaba y la bruma se había aposentado en la noche, por lo que les tomó un tiempo distinguir la figura que se acercaba hacia ellos, envuelta por las sombras. Estaban parados junto a los contenedores de basura, como les habían indicado, y, entonces, la figura se detuvo a su lado.

—¿Tenéis las invitaciones? —susurró, vigilando que nadie los viera.

Entregaron los billetes. El hombre los condujo hasta un recoveco entre dos casas abandonadas en aquella misma calle. Retiró una losa del suelo que dejó al descubierto un agujero.
Florent miró con los ojos llenos de dudas a Laurie, quien le devolvió la mirada asustada y la sonrisa emocionada. Estaban a punto de adentrarse en un mundo reservado a muy pocos. No podían echarse atrás. Habían pasado semanas imaginando cómo sería y qué habría al otro lado, experimentando sentimientos de emoción y nervios al mismo tiempo. Florent pensó que ya era tarde para echarse atrás; tampoco quería que Laurie lo viera como un cobarde. Se deslizó por el agujero.

No había estado convencido de esta aventura en ningún momento, pero Laurie se lo propuso a él y a Christian al mismo tiempo, y solo tenía una invitación extra. Florent no se habría perdonado perder la oportunidad de pasar una noche a solas con ella, y aprovechó los segundos de indecisión de Christian para aceptar acompañarla. No fue hasta una semana después que se dio cuenta de lo que había hecho. Para empezar, Laurie y él no estarían solos, sino en grupo. Poca gente tenía acceso a las catacumbas clandestinas de París, y los que conseguían este privilegio no podían adentrarse solos, se necesitaba un guía. Iban a una rave, sería emocionante… pero Florent no podía quitarse de la cabeza todo lo que le habían contado. Las catacumbas, que se expandían por cientos de kilómetros bajo el suelo parisino, albergaban tantos secretos como pasadizos: sectas, grupos de indigentes, ritos satánicos, ataques a los incautos que se adentraban en ellas, ratas y podredumbre...

Tras bajar por el agujero, encendieron una de las antorchas clavadas en la pared y que estaban destinadas a los que llegaban. Esperaron largo rato, pero nada ocurrió, nadie vino en su busca.

—Tal vez nos esperan más adelante... —aventuró Laurie, que ahora parecía tan poco segura de sí misma como del plan.
—Nos dijeron que debíamos esperar en la entrada.
—Tal vez haya una especie de entrada más adelante... Vamos a ver.

Avanzaron por el pasillo, encorvados, escuchando el eco de sus propias pisadas y descendiendo cada vez más... hasta que llegaron a un salón donde, efectivamente, había numerosas pisadas en el suelo arenoso. Si el grupo los había esperado, ya se habían ido.

—Si seguimos el rastro daremos con ellos. ¡Vamos!
—Laurie, no creo que debamos ir solos, ¿no deberíamos salir y... —pero ella ya se había adentrado en las profundidades de la cueva.
Florent dio un suspiro y la siguió. En cualquier caso, no podía dejarla sola. Recorrieron los pasadizos en silencio, con los ojos entornados para ver mejor. Giraron a la derecha, después a la izquierda, de nuevo a la derecha. Siguieron todo un pasillo hasta darse cuenta de que era un callejón sin salida. Dieron media vuelta y giraron en la siguiente intersección. Continuaron durante lo que parecieron horas, sin atisbo de la música que pudiera darles pistas de dónde se celebraba la fiesta... Volvieron a girar a la derecha, subieron unas escaleras y llegaron a una galería con agua que les llegaba a la cintura. Al otro lado de la sala, el suelo era de piedra. No quedaba rastro de las pisadas.
—No... no puede ser... ¡Si me escucharas cuand...
—¡Sshhh! —Laurie se volvió hacia él, nerviosa. Señaló con un dedo tembloroso la galería contigua.
Había un ruido atronador. Pero no era la fiesta a la que estaban invitados. Había un escenario, innumerables figuras, cubiertas de pies a cabeza, se agitaban y gritaban como poseídas por la música infernal que envolvía la sala…
Florent no necesitó ver más. Echó a correr. No llegó a saber si los habían descubierto, ni si Laurie lo seguía. Corría despavorido sin dirección, había perdido la orientación hacía horas. Tropezó y se dio de bruces contra el suelo. La antorcha aterrizó en un charco y la oscuridad se cernió sobre él. No oía nada. Laurie se había quedado atrás. Tanteó la pared. El pánico le aprisionó el pecho: jamás lograría salir.

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